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El último tramo es una pequeña senda bastante peligrosa, casi inexistente. Elio comparaba el lugar con las minas del rey Salomón o Congo, películas, le doy razón. El monte se come todo, si se deja la mente volar es facil suponer que nadie o muy pocos pisaron allí.
Un verde con fragancias muy particulares con un cielo fugaz entre sonidos de monte y jadeos, encerrados y libres.
Llegar fue algo muy esperado. El largo camino de largas horas se tradujo en gasrgantas secas. El río es lo primero que se ve a unos cuantos metros se encuentra una poza empedrada hasta la oscuridad.
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Caminando y sorteando algunos obstáculos llegamos hasta la cascada y la poza Totaizales. Rodeada de enormes rocas y cuevas, un lugar muy bello envuelto en misterio y con un aire de miedo. Primero lo primero, zambullirnos en el agua. Inesperadamente comenzó a llover, no quedó otra que escondernos bajo las rocas.
Paso la lluvia y tomamos unas cuantas fotografías y emprendimos la vuelta.
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Descansados y con el estomago lleno era hora de volver. Con tristeza miré, olí, sentí, viví la paz de Totaizales. Despidiéndome del lugar la nostalgia me agarró; pensé en mis amigos -los extrañaba-; a ellos también les encanta la naturaleza.
El camino de vuelta fue: palabras, arena, risas, piedrecillas, recuerdos, yerbas, heridas, insectos, sed y mangos. Cansados llegamos al pueblo y a casa.
Después de la cena y un breve descanso por pura casualidad llegó mi primera oportunidad de fotografiar la Luna. Cuando todos en la casa vieron la pantalla de la cámara pusieron esa cara de oooh!! al igual que yo, un momento muy grato, luego pude ir a la cama con una sonrisa.
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